La gran mayoría de las personas mayores de treinta años sabe qué ocurrió a finales del año 2008 y a inicios del que le siguió: una crisis financiera global, profunda y de amplio alcance, que sentó las bases del mundo actual. Paradójicamente, esa crisis comenzó en departamentos específicos de empresas financieras y, como pólvora encendida, se propagó a través de conglomerados empresariales y, finalmente, a otros países. Esto llevó a pérdidas de empleo masivas, quebró a países enteros (como Grecia) y condenó a varias generaciones de jóvenes, a la precariedad laboral. Es decir, la ignición fue, como el fenómeno natural que describe un incendio, una agresiva chispa local entorno al combustible suficiente para provocar el mismo.
Podría ofrecer explicaciones técnicas sobre la principal causa de esa crisis, pero creo que los expertos, investigadores e historiadores están mejor preparados que yo en este tema. Por lo tanto, pienso que lo mejor es exponer la explicación que he construido tras leer varios libros sobre el tema, ver documentales y, sobre todo, experimentar en carne propia la precariedad laboral que mi generación enfrentó durante varios años. Sorprendentemente, mi conclusión es bastante sencilla, pues me es posible reducirla a tres pilares: una ideología política mal ejecutada, avaricia, pero sobretodo, una excesiva opacidad técnica. De hecho, sospecho que gran parte del problema radicó en una ignorancia provocada precisamente por esa opacidad. Pero, ¿opacidad respecto a qué?
La crisis del año 2008 se desencadenó, en gran medida, por los instrumentos financieros conocidos como derivados. Estos instrumentos eran valorados según calificaciones emitidas por empresas especializadas. Como inversor, uno podría adquirir uno de estos derivados esperando un rendimiento después de cierto período, confiando en que, si este derivado tenía una buena calificación crediticia, obtendría ganancias. Sin embargo, el problema real surgió cuando muchos de estos derivados se respaldaron con hipotecas estadounidenses otorgadas de manera imprudente. Esto aumentó la demanda y fortaleció la percepción de que tanto el mercado hipotecario como el de derivados eran robustos. Esta serie de eventos se basó en instrumentos financieros tan complejos que ocultaban los verdaderos problemas de impago de millones de deudores. Cuando el sistema llegó a su punto de ruptura, colapsó, desencadenando la mencionada crisis y afectando a muchas generaciones por venir. A pesar de no tener una relación directa con ese mercado, fuimos impactados por las consecuencias de un sistema global, intrincado e interconectado.
La crisis de 2008, en esencia, se debió a la opacidad técnica, que generó ignorancia sobre estos derivados tan complicados que incluso economistas laureados los calificaron como incomprensibles. Se podría argumentar que una crisis importante siempre está precedida por una fe ciega en una tecnología o herramienta que afecta incluso a quienes no están relacionados con ella. En resumen, la crisis de los derivados hipotecarios estadounidenses surgió, en mi opinión, debido a una falta total de comprensión sobre lo que realmente contenían estos instrumentos financieros, a menudo calificados como "basura" en el argot bursátil. Aunque esto puede verse como una opinión, al comparar lo que dijeron los mismos creadores de estos instrumentos tras la crisis (como Terry Duhon) con las perspectivas de aquellos que vivieron y diseñaron estrategias para proteger a sus comunidades (como Yanis Varoufakis), se puede concluir que no es solo una opinión, sino un argumento fundamentado con casos y datos reales.
Las torres financieras de marfil de Wall Street, específicamente de unas pocas empresas, llevaron al mundo a reconsiderar su dirección. De esta crisis, surgieron aprendizajes y se establecieron nuevos mecanismos, como los acuerdos de Basilea, permitiendo al mundo avanzar tras un profundo tropiezo. ¿Lección aprendida? Parece que no.
Actualmente, mientras escribo estas líneas, el mundo está siendo testigo de la construcción de estructuras y torres de marfil que recuerdan a las que surgieron en Wall Street durante los años 90. Aunque el enfoque y los objetivos han cambiado, parecen estar motivados por la misma meta y contexto: la rentabilidad financiera. Ahí no hay nada de malo, el problema es que estas nuevas empresas crean tecnologías que llevan en su mismo gen la propia opacidad. Me refiero a lo que sucede con la IA.
Esta entrada está motivada a señalar precisamente eso. Hace unas horas, una de las personas encargadas de la empresa más «hot» del momento en lo que refiere a la inteligencia artificial, emitió un tweet donde se declaraba usuaria del modelo más poderoso del momento de lenguaje masivo, para propósitos de terapia. El problema es que esta persona es, hasta este momento, la encargada de «seguridad de IA» de dicha empresa. Pero esto no sería una cuestión más allá de una persona, sino es por el hecho de que en X (antes twitter), han surgido múltiples fuentes de ingenieros e ingenieras que buscan, a toda costa, vender modelos de lenguaje para propósitos de servicios de terapia psicológica y psiquiatríca.
Aunque no soy experto en cuestiones terapéuticas, sí tengo conocimiento sobre modelos de IA (aunque agradecería la opinión de algún colega investigador del área). El principal problema que observo y quiero destacar en esta entrada de blog es la opacidad inherente de muchos de estos sistemas.
Estos modelos generan resultados a partir de datos de entrada, pero aquellos especialmente complejos, como los modelos de lenguaje masivo, resultan prácticamente imposibles de interpretar respecto a porqué producen ciertas salidas. Desde esta perspectiva, veo un paralelismo, posiblemente más preocupante, con lo que ocurrió en Wall Street. La intención parece ser obtener rentabilidad mediante servicios terapéuticos basados en estos modelos —¿será quizás porque están quemando capital y no encuentran un sevricio para sobrevivir?—; sin embargo, técnicamente, es complicado hallar causalidad y explicación, elementos esenciales para comprender estas tecnologías, pero sobre todo, para su uso pleno y confiable.
Aunque no tengo hijos, estoy seguro de que, en un futuro no muy lejano, los tendré. Y deseo evitar exponerlos a una tecnología que, incluso sus creadores, no comprenden totalmente, especialmente cuando podría influir en su salud mental. Mi principal argumento es que estas tecnologías, con sus miles de millones de parámetros internos, son enigmáticas. Esta falta de transparencia es el caldo de cultivo perfecto para cualquier crisis.
La pregunta que estaría también en la mesa es, ¿podría surgir una nueva crisis a nivel subconsciente? Yo espero que no. Pero, por el bien y el futuro de las próximas generaciones, es nuestro deber reconocer y actuar para prevenirlo. Mi propuesta, aunque no explicitada, es recurrir a un antiguo, pero eficaz remedio: la educación.
Alejandro.
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